El
cerebro humano se conformó hace unos tres millones de años para vivir en
la sabana, rodeado de luz, cielo y naturaleza. Parece que lo hemos
olvidado, pero la vida no nos programó para vivir encerrados en espacios
reducidos, diminutos, alejados de la vida natural. Acabamos así por las
presiones sociales y económicas imperantes… y pagamos un precio por
ello. ¿Cómo percibe nuestro cerebro los espacios en los que vivimos
actualmente? ¿Cómo afectan a nuestro ánimo o a nuestro rendimiento? ¿Hay
una relación entre cerebro y espacio?
La neuroarquitectura es una disciplina emergente que en Estados Unidos, que cuenta incluso con una Academia de Neurociencia para Arquitectura. La misma empieza a arrojar indicios interesantes para ayudarnos a comprender
cómo el hábitat en el que vivimos afecta a nuestra salud física y
mental. No se trata sólo de intuir que el color o el espacio tienen un
impacto sobre nuestro estado de ánimo. Se trata de ir un paso más allá e
indagar sobre qué efecto específico tienen los espacios sobre el
estrés, las hormonas y el tipo de pensamientos que generamos.
Actualmente se está investigando la relación entre espacios amplios y
pensamiento creativo; sobre el poder misterioso de la naturaleza para
estimular tanto la concentración, como la curación de las personas tras
una enfermedad; o sobre el impacto de los edificios y muebles con
ángulos afilados sobre la amígdala, implicada en los procesos de defensa
y agresión del cerebro. “Se trata de considerar cómo cada aspecto de un
entorno arquitectónico podría influir sobre determinados procesos
cerebrales, como los que tienen que ver con el estrés, la emoción y la
memoria”
Desde
hace unos años, está surgiendo tanta información que algunos
arquitectos denominan esta etapa el nuevo Renacimiento de las ciencias
del diseño y la arquitectura. Libros como Inquiry By Design: Environment Behavior/Neuroscience in Architecture, Interiors, Landscape and Planning de
John Zeisel, indagan en el campo de la neurociencia para describir el
impacto de los edificios y de los espacios en nuestras vidas. Se trata
de conocernos por dentro, para lograr concebir edificios y espacios en
consonancia con nuestro bienestar no sólo físico, sino también mental.
De
entrada, algo si está muy claro: fabricamos más oxitocina y serotonina,
relacionadas con la relajación y el disfrute, si nuestros entornos son
agradables. Resulta dudoso que el tipo de diseño que llevamos años
aplicando a nuestros hogares, escuelas, hospitales o residencias para la
tercera edad, por mencionar algunas de las que han sido más castigadas
por la falta de espacio y la negación de la necesidad
de cualquier elemento de belleza formal, ayuden a las personas que las
habitan a sentirse mejor. ¿Cuántos de nosotros vivimos en espacios que
reflejan nuestras necesidades vitales, nuestros sueños?
Debemos
ser racionales y pragmáticos, sin duda, pero sólo hasta un punto, y sin
perder de vista que los elementos arquitectónicos de los distintos
espacios, públicos y privados, afectan los ánimos y la forma de pensar
de sus moradores. Aunque esto siempre se ha tenido en cuenta para el
diseño y construcción de los grandes monumentos, se ha denegado en la
vida diaria de la mayoría de los humanos, sobre todo en estas últimas
décadas, tan volcadas en la supervivencia de lo físico y en el abandono
de lo emocional. Se trata pues de descubrir y reconocer de forma
consciente el impacto, positivo o negativo, del espacio que nos rodea en
nuestras vidas, en nuestra creatividad, en nuestros ánimos. Tenemos derecho a exigir que nuestros hábitats privados y colectivos reflejen y estimulen lo mejor que llevamos dentro.
En CarpeDiem, nos comprometemos a construir un proyecto de salud integral desde una perspectiva humanista y
con una concepción de la persona como ser
bio-pisco-social-espiritual-existencial y cultural, inserto en un
dispositivo donde convergen la continua aspiración a la excelencia del
recurso humano, la belleza del espacio arquitectónico y la armonía
ambiental.
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